El 25 de septiembre, el diario Página/12 publicó una nota de Mempo Giardinelli en su contratapa (nota que debería haber sido central en muchos diarios) cuyo contenido quedó en mi mente durante toda esta semana. Me hizo pensar durante mis 45 minutos de viaje en colectivo, que tengo para llegar a casi cualquier punto de los que más frecuento en esta ciudad. La nota hace alusión a "El Impenetrable", al Chaco. Más puntualmente a qué es lo impenetrable en esa provincia: la vida.
La desnutrición, a mi parecer, no está siendo relevada ni por la Agenda del Gobierno, ni por la Agenda de los medios (para cualquier concepción de lo que una agenda a nivel político-social suponga). La descripción que hace Giardinelli en su artículo me obligó a dejar de leer la nota durante mi almuerzo. Ni bien comencé a leerla pude darme cuenta de por dónde venía la mano. Y la idea no es que por la desnutrición que azota al Chaco todos dejemos de comer, si no que TODOS comamos. La comida es la base de toda subsistencia material. Sin la necesidad básica de la comida cubierta, no hay vida. Más allá de lo que luego podamos entender como vida (discusiones como la que de da en torno a la vida de un feto dentro de la polémica de la despenalización del aborto queda fuera de esto). Hablo de qué cosa no puede faltar para que nuestro cuerpo tenga la nutrición para funcionar.
En este país, en donde se está llevando a cabo una fuerte política de Derechos Humanos, el derecho fundamental no está siendo respetado, por lo menos basándome en mi experiencia de lectura de esta contratapa, en una provincia; en un pueblo; en una casa. La democracia, en este país, no existe.
Giardinelli no sólo se refiere a la falta de garantía de la alimentación de los ciudadanos (o habitantes) del Chaco, si no que también, en su descripción, remarca las situaciones insalubres bajo las que se hacen los tratamientos en los "hospitales", "salitas" en donde más que velar por la vida, se vela por la muerte. Hombres, mujeres y niños que no son más que sacos de huesos agonizan en lugares que ni siquiera les otorgan un lugar cómodo para morir. Ni siquiera pueden refugiarlos después de sus largos períodos de abandono (del peor abandono, que es el de la exclusión de una sociedad).
Y la gente -término que borra toda diferencia en el pueblo- sigue mandando colchones, juguetes y alimentos no perecederos. Pero a la hora de involucrarse, de irse a meter en lo impenetrable, todos se quedan parados. Todos se callan la boca y no pronuncian lo innombrable: la dictadura de la marginación. Esa que no la impone un gobierno de facto ni un líder autoritario, sin embargo la impone la misma práctica a la que toda una sociedad acata. Que no abarca a una mayoría, pero no deja escapatoria. No da margen de error como para que algunos de los que han estado en su mira puedan escapar de ella. Es fácil mandar comida (y que nunca llegue), pero es muy difícil ponerse a discutir ideas y diferencias para generar una estructura social que incluya más, que, como dice Cornelius Castoriadis, "amalgame". Sino, que mejor, se tiende a la discriminación, que no es la diferenciación que enriquece a toda cultura. Ahora la gente quiere soluciones. La gente quiere rejas en las plazas para que los vándalos no las arruinen. La gente no pide erradicar las políticas neoliberales que generaron a esos "vándalos". La gente sólo se queda en eso. Y ¿qué es eso? No lo sé. Sólo estamos tratando de averiguarlo. Espero que cuando lo hagamos, no sea demasiado tarde. Y ya no seamos más mera gente, sino un pueblo en búsqueda de una situación de "igualdades basadas en las diferencias" (frase trillada pero muy precisa) y que se involucre dentro de la búsqueda. Sin esperar que alguien nos la solucione.
Lo trascendental del mal
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