El lenguaje es el hecho cultural por excelencia. Nuestros cuerpos se transforman en seres culturales en el mismo instante en que entramos a la red simbólica que envuelve nuestro mundo y, por ende nuestras vidas. Es imposible no pensar la cosas desde lo racional, desde una lógica, por lo menos en nuestra cada vez más obtusa cultura occidental.
Hay cientos de ejemplos que siguen esta explicación, pero el más claro es el de las preguntas. Ante algo que nos genera duda, incertidumbre o incomodidad generamos la interrogación, y “obviamente”, esperamos la respuesta. Exigimos una respuesta. Si no se nos es dada somos capaces de reclamar de infinitas formas, desde las más pasivas a las más violentas. Reclamamos nuestra interpelación. La pregunta sin ser respondida nos deja como espacios vacíos en este mundo, sin ser oídos, como si no valiésemos nada.
Jack y Kate, la pareja central de la serie.
A qué viene esta profunda reflexión. El final de Lost, como esperábamos (por lo menos los que quedamos contentos con este último episodio), dio lugar a la polémica. ¿Y por qué pasó esto? Luego de la introducción es predecible la respuesta. El cierre de la serie que más cambios generó en las formas de ver programas de televisión no contesta casi ninguna de las incógnitas que se fueron desarrollando a lo largo de las seis temporadas. Más que pensar sobre qué preguntas y qué respuestas (no) fueron dadas, habría qué pensar qué es lo que los autores quisieron crear y brindarle a un público que fue poniéndose cada vez más exigente cuando la serie empezó a perder un poco el rumbo después de sus excelentísimas primeras tres temporadas.
El último capítulo es un gran después, o en realidad, toda esa “realidad paralela” de la sexta temporada fue un gran después. El después de la vida. Lo que pasó con todos ellos después de muertos. Nunca sabremos qué fue de sus vidas luego de dejar la isla (la “realidad real”que se fue presentando en esta última temporada). Para los autores eso no importaba, ya que Lost fue una gran danza alrededor de la vida de su héroe: Jack Shephard, un hombre común con un gran espíritu de líder que estaba empecinado en que todo tiene una explicación y una solución, que él podía y DEBÍA arreglarlo todo. La isla logra cambiarle la vida. Tal vez todo lo que vimos fue una metáfora de su vida y él se imaginó la isla como una forma de poder salir de su gran depresión que tantas veces pasó a visitarlo en el transcurrir de las temporadas. Un héroe pero plagado de penas y sin glorias.
No vamos a olvidar a ninguno de estos grandes personajes, el genial Desmond, a la histérica y conflictuada Kate, al enigmático Locke, al tierno Charlie, Claire, Vincent (el perro que despierta a Jack en el primer episodio y que lo acompaña durante su agonía en el episodio final), la valiente Juliet, el seductor Sawyer o James, Sun, Jim, Hurlie y claro, Ben. Y la lista sigue, sigue y sigue. Lamentablemente la serie terminó, aunque nos duele ahora porque deja un vacío, el mayor vacío que puede dejársele a los seres humanos: la duda.
El primerísimo plano del ojo de Jack Shephard marcaba el principio y el fin de la serie de culto más masiva de la historia.
Lo trascendental del mal
Hace 11 años